texto taller novela colectiva

Palabras mudas transitan en gargantas pueriles en medio de una cárcel heredada. Los gestos matizan el espacio impenetrable, empapelado en acero desde el piso hasta el techo. Una ínfima mueca interpelaba al vínculo arrojando un signo adjunto a un receptor atrapado, como todos los que habitaban ese tesoro subterráneo.

Ojos vigilantes observan empíricamente, sin parpadeos, evitando atisbos visuales entre prisioneros; ejercían como cortapisas determinadas para reprimir todo tipo de comunicación humana, reduciendo el espacio al castigo eterno por delitos cometidos.

Las cámaras apostadas desde lo alto expían intermitentemente el delito de ser niño conspiradores. Porque eso era lo que les molestaba a ellos, a los otros, el que sean niños, una especie de otredad que no estaba dispuesta a evolucionar ni salvar la herencia corrupta de actos patriarcales recargados de acciones sin ética. Ellos, los niños, configuraban el aire fresco de la disidencia, una minoría que se negaba a ser un porcentaje enajenado, a repetir una estructura mentirosa, dispuesta a salirse de los caminos marcados. Ahora eran un poderoso estorbo que había que custodiar.

Los niños-prisioneros eran dueños de un conocimiento rebelde, una minoría creadora, expectantes a todo lo que les rodeaba, potenciales descubridores de ideas para fundar algo nuevo, un peligro para el orden establecido. Había que embotellarlos en metal.

La jaula enlatada contenía palabras congeladas, sólo faltaba estremecerla para que se deshiele una voz entramada. Sin embargo, todo estaba reacondicionado para fiscalizar la conducta, el pensar, la subjetividad. El instrumental utilizado para controlar: las cámaras, el no aire, el metal, la no comunicación, los chips insertados en la carne auricular programaban las actividades del día como si fueran máquinas que reformateaban la relación humana cercenándola a un nulo intercambio.

El condicionamiento del cuerpo y las conductas era a través de la distribución de los espacios que calculaban fehacientemente los comportamientos, ajustando las piezas, para que no haya contacto.

Los niños expuestos a la tecnología, sin afectos, eran seres descerebrados, castrados mentalmente.

Las paredes vigilaban y conspiraban con su silencio cómplice.

Todo invocaba al autismo, reduciendo la posibilidad de entrar en contacto visual, de palabra, saliva, frotamientos, afecto y vínculos sincrónicos. Emociones insípidas se trenzaban en ese lugar, mientras las férreas paredes, aunque vaporosas, empañaban incluso el silencio interno, interviniéndolo todo.

El carácter cotidiano de esa cárcel anestesiaba las conciencias, mientras los otros, desde su silla de poder, vigilaban esa caja blindada por donde circula el vacío autoimpuesto.


Como máquinas, los niños, limpiaban al unísono los metales para higienizar todo pensamiento. Limpiar su propia cárcel, mientras inhalaban acero, día a día. Era como auto lavarse el cerebro.

En cada habitación un parlante relataba noticias del mundo moderno, obligándonos a escuchar lo que no querían, vivir de la especulación y la incertidumbre constante. Transcendidos y filtraciones desde las esferas de poder excitaban la enajenación mental, de palabra, pensamiento y obra. Ese parlante era como un ruido incesante que lavaba los cerebros rebeldes.


Solos, los niños, se encontraban desafiando a sus cuerpos pletóricos de lágrimas contenidas que goteaban como pedruscos en un suelo inmutable, no hay hacinamiento, si, una tortura muda, sin árboles, ni sol ni olor a tierra.

El cuerpo no piensa en comida, pero daba señales: ruborizadas manos transpiran sollozos de libertad.

Poco a poco el cuerpo daba señales para estropear los mecanismos de control.


No podían escribir una letra en un papel. No había lápiz, ni teclados ni computadoras. Los cuerpos recibían instrucciones desde plataformas digitalizadas, planchadas en los oídos.

El cuerpo daba señales para estropear los mecanismos de control.

Los sentidos se extienden y desarrollan con nuevas potencialidades, ultrasensibles. Gustos distintos, olores inexpresivos que de tanto encierro generaron códigos y circuitos que permitieron construir conexiones por donde transita una metacomunicación. Conexiones horizontales y paralelas a las órdenes del día comienzan a operar entre los niños.

Los sentidos se expanden y contraen a la vez y por separado, entremezclados, como nuevos órganos, en ese hábitat común con espacios artificiales. Esa pluralidad compleja de 5 cuerpecitos, singulariza en una conexión única.

Una efervescencia acumulada recorre los circuitos neuronales del oído, imbricados en tecnología; los sentidos activan un mecanismo en que las imágenes mentales, viajan como pensamientos estandarizados.

Los cuerpitos, todos ellos, empiezan a comunicarse con el silencio y el lenguaje averbal con su carne penetrada de tecnología, emerge una imagen liberadora: un fuego sagrado recubre todas las paredes, siempre las paredes, disolviendo la caja metálica, trasformando en líquido el latón incorruptible.

Las llamas estallan desde la tierra, apuntando al cielo, ese al que tanto suplicaron libertad, y las carnes temblorosas se quemaron mezcladas con los aparatos tecnológicos incrustados en la piel, mientras las bocas vomitaban palabras/bits encerradas por tanto tiempo

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