CARCEL DE METAL




Palabras mudas transitan en gargantas pueriles en medio de una cárcel heredada. Los gestos matizan el espacio impenetrable, empapelado en acero desde el piso hasta el techo. Una sola mueca en un segundo interpelaba al vínculo arrojando un signo adjunto a un receptor atrapado, como todos los que habitaban en ese tesoro macabro bajo tierra.

Los ojos vigilantes observan empíricamente segundo a segundo, evitando atisbos visuales de los prisioneros, como cortapisas determinadas para evadir todo tipo de comunicación humana reduciendo el espacio al castigo eterno por delitos cometidos.

Las cámaras apostadas desde lo alto expian intermitentemente el delito de ser niño. Porque eso era lo que les molestaba a ellos, a los otros, el que sean niños, que no estaban dispuestos a transformar ni salvar la mugre heredada. Ellos, los niños, configuraban el aire fresco de la disidencia, una minoría que se negaba a ser un porcentaje, ni un consumidor global ni tampoco ciudadanos.

La caja enlatada contenía palabras contenidas solo faltaba agitarla para que brote un trenzamiento simbólico que posibilitara el escape. Sin embargo, todo estaba reacondicionado para fiscalizar la conducta, el pensar. El instrumental utilizado para controlar: las cámaras, el no aire, el metal, la no comunicación, moldeaban la relación humana reduciéndola al más mínimo intercambio de información. El condicionamiento del cuerpo, y las conductas era a través de la distribución de los espacios que calculaban los comportamientos. Las paredes vigilaban y castigaban con su silencio cómplice.

Todo olía a autismo cercenando la posibilidad de entrar en contacto visual, palabra, saliva, roce, afecto, ira, rabia. Emociones insípidas afloraban en ese lugar. Olores insípidos. Paredes frías resguardaban el silencio interno, interviniéndolo todo.

El carácter cotidiano de esa cárcel anestesiaba las conciencias, mientras los otros, desde su silla de poder, olvidan esa caja blindada por donde circula el vacío.


Como máquinas los niños limpiaban sincrónicamente los metales para higienizar todo pensamiento . Limpiar su propia cárcel, mientras inhalaban acero, día a día.

En cada habitación un parlante relataba las noticias, obligándonos a escuchar lo que no querían, noticias sobre la bolsa de valores, vivir de la especulación y la manipulación. Los medios viven de los trascendidos y las filtraciones excitando la enajenación mental, de palabra, pensamiento y obra. Era como un ruido incesante que retumbaba en los oídos inexpertos.


Habían semanas en que nadie hablaba. Nadie. El almuerzo era individual. Solos se encontraban desafiando a sus cuerpos pletóricos de lágrimas contenidas que caían como piedras, al suelo inquebrantable. No podían escapar. No hay motines internos, pero si una tortura silenciosa. No hay árboles, no sienten el olor a tierra, no hay hacinamiento, el cuerpo no piensa en la comida, pero si en la libertad.


No podían escribir si quiera una letra en un papel. No había lápiz, ni teclados ni computadores. Los sentidos adquieren un desarrollo diferente, se extienden y desarrollan diferente. Gustos distintos, que de tanto encierro generaron códigos que les permitió una salida.

Telepatía trasmisión de sentidos que viajan en el cuerpo a través de un silencio. Los niños, todos ellos, empiezan a comunicarse con el silencio y el lenguaje averbal les regala cierta libertad. Y desde ahí tenían que construir la posibilidad de ser libre. Interactuar desde el silencio, es imposible no comunicar